7 de febrero de 2012

De inmadurez y morbo.


     Juan José y yo vivíamos y estudiábamos en Monterrey y era diciembre. Él también tenía a su familia en San Luis Potosí. Para irnos a pasar las fiestas, nos regresaríamos en el carro de un gerente de Banamex amigo de mis papás que trabajaba en una sucursal en la colonia del Valle en aquella ciudad. El viaje transcurrió sin problemas hasta que la neblina nos hizo ir más despacio. Un carro nos rebasó en curva sin apenas visibilidad. Chocó de frente infernalmente con un autobús de pasajeros. Juan José y yo, después del pasmo, nos bajamos raudos a ayudar. Dante Alighieri no hubiera imaginado, en ninguno de los anillos del infierno, lo que vimos.  Afortunadamente las dos hijas y la esposa salieron muy golpeadas pero vivas. Antes de irme al carro con la pequeña niña que traía en los brazos (se llamaba Ángeles), vi la espantosa cara de la muerte del conductor.
     Unos años después, estábamos Alejandro mi hermano y yo comiendo una hamburguesa en un puesto que tenía unos primos en Aguascalientes hace unos veinte años. La platica con ellos estaba animada y la comida deliciosa. Súbitamente se oyeron rechinidos de carro y alcanzamos a ver como un automóvil atropellaba violentamente, a unos cincuenta metros, a un ciclista. Fue imposible no ver el impacto y el herido cayó fuera de nuestra visión; ya no lo veíamos. Mis primos dejaron lo que estaban haciendo y se fueron a ver la escena en primera fila. Alejandro intentó correr con ellos, pero lo detuve, y a esa edad, afortunadamente me obedeció.
     -¿¡Qué!? –Me preguntó.
     -No vayas, confía en mí y espérate aquí.
     Mis primos regresaron con las caras largas y muy tristes narrando:
     -Se retorcía bien feo –dijo uno de ellos muy afectado-, y se le salieron dos huesos de la pierna y se le veían bien gacho.
     Estaban deshechos por lo que ellos mismos fueron a ver. Alejandro entendió de inmediato porque lo había detenido y me lo gradeció. Estaban jovencísimos, se podía entender que tuvieran la reacción de ir a ver esas cosas.
     He tenido la fortuna de tener muy pocas pérdidas mortales dentro de mi círculo personal, pero en todas ellas, con excepción de la de mi papá, no he querido ver dentro del ataúd a los amigos o familiares que he perdido. Ya es una regla personalísima que no pienso romper bajo ninguna circunstancia. Quiero tener en la mente a las personas como las recuerdo: hablándome, riendo o llorando, enojadas… pero animadas (vivas); creo firmemente que es EL MEJOR HOMENAJE QUE LES PODEMOS HACER A LAS PERSONAS QUE NOS DEJAN. El golpe al espíritu que nos da que esa imagen del sarcófago, hace que no podamos, por algún tiempo sino es que nunca, recordar otra imagen.

     Perdón, pero tenía que sacarlo.
     Hace un tiempo me turné unas noches en un hospital a cuidar a un amigo (casi hermano) muy enfermo. Él quería discreción en su convalecencia y así lo hicimos los que estuvimos con él en esos momentos. Nunca cometí, ni yo ni los que estábamos al tanto, indiscreción alguna para con sus deseos. Evidentemente, al no cometerla, me (nos) hicimos garantes de esa voluntad. Él era en vida alguien muy abierto, alegre, platicador y quería que así se le recordara.
     Una de las noches que estaba con él, oí que alguien estaba pidiendo informes de su ubicación. Le dijeron donde y lo que tenía que hacer para entrar a verlo. Yo me asomé y vi que era una señora que fácilmente pasaba de los sesenta años. Serían como las once de la noche y a esa hora las visitas están solo reservadas a un rígido protocolo establecido. Si estaba allí, debía tener autorización. Cortésmente la recibí en la puerta. Me preguntó por el convaleciente y le di los detalles de los que yo estaba al tanto. Se pasó, y con profunda pena, al verlo, comenzó a llorar descontroladamente. Hasta allí, no había problema, éste vino cuando me comentó:
     -Es que yo tenía que velo, por eso burlé la seguridad del hospital y me colé… yo me escabullo en todos lados. Tenía que verlo.
¡¡¡M. LL. L. CH.!!! (*)
     Posiblemente estaba allí con las buenas intenciones de enterarse por el amigo de su hija, pero llegó al colmo patológico del morbo, y de no darse cuenta de que la familia y el enfermo querían PRIVACIDAD.
     Una visita al hospital debe ser de cortesía. La cortesía también entra en el ámbito de lo prudente. La prudencia también se logra con madurez, no con la edad. Lo que menos quieren las personas enfermas, postradas en una cama de hospital, son almas metiches. Lo que menos quiere alguien accidentado es que se estén compadeciendo de él, quiere ayuda. Démosle ayuda, si no, hagámonos a un lado. Respetemos esos lugares esenciales de intimidad. Las visitas a los enfermos deben ser consensuadas por lo del circulo intimo del enfermo o por èl mismo. Deben de ser de duración casi informativa y que provea ánimos.
     La señora sufrió con su atrevimiento y con ello pago su “audacia”.

2 comentarios:

  1. Compadre ... La diferencia entre conocimiento y sabiduria se hace presente además de la prudencia, como muchas veces nos dejamos llevar solo por lo que sentimos nosotros mismos y no volveamos a ver al vecino, o de perdida preguntar ...
    La intimidad, en cualquiera de sus manifestaciones, que espacio tan bonito, reservado y personal es, definitivamente hay que respetarlo.
    Muy fregon comentario compadre, para variar ... Ole!!!

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  2. Así es Chato, Prudencia y sensatez solo con madurez!!! Aunque a veces la prudencia es tomada como indiferencia por la contra parte en un caso como estos, pero definitivamente tenemos que ser discretos, prudentes y sensatos... en cualquier caso!! saludos!!

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